
El abuelo se levantó de la mesa antes que nosotros, justo después del helado que trajo la abuela; vainilla marmolada con chocolate.
Con los restos de comida salió al jardincito del frente y mirando a “la Banderita”, cansado, desparrama los restos junto a la canilla entreabierta, a pleno sol.Esperaremos un rato, después de la siesta nos vamos al río.
Los pibes nos quedamos a la sombra, en el porche, cazando moscas con una lata-trampa .
Al rato, aburridos, damos la vuelta en silencio hasta el garaje que nos sirve de dormitorio. Allí hay infinidad de cosas atractivas, una colección de revistas LIFE, y las mexicanas de los primos; objetos que fueron de otra casa, un aparador que nos sirve de cómoda, y en un estante por allí abajo, las herramientas del abuelo, trastos de ferretería.
En la cortina que cubre la puerta entreabierta, las moscas intentan colarse al interior más oscuro. El suelo de baldosas de vereda, refresca nuestros pies descalzos. Cada uno tirado sobre un catre, intentando conciliar el sueño o leer tres líneas cruzadas con las fotos terribles de Viet-nam.
Yo no puedo con el calor, pero las herramientas del abuelo mueven mi curiosidad y despejan el aburrimiento.
En una caja, hay unos cuantos aisladores de porcelana, esos que se usan en los postes de la luz, un interruptor doble, que habrá sido de algún bombeador de agua, unos cables, una manivela y una pila como la de los timbres. Los ingredientes para un invento extraordinario. Tornillos y demás cosas accesorias para darle forma.
Detrás de la cisterna que almacena la poca agua de lluvia de este verano, hay restos de tablas, que servirán. En una de ellas dispongo estratégicamente los componentes seleccionados. Una voz interior guía mi mano, que atornilla, clava, conecta, cada uno de los elementos.
Enfrente, “la Banderita” se yergue majestuosamente, clara, más nítida que nunca, el sol de la tarde le da su color único. El cielo la rodea sin ninguna nube de rubor. A su lado “el Cuadrado” más modesto me dice con señales de espejos, que ya es hora.
Los cipreses de la valla huelen a resina, y el aire no les mueve ni una hoja.
Con “la máquina” terminada, me dispongo a ponerla en marcha. La coloco sobre la pirca , arriba del buzón rojo del abuelo, apunto hacia enfrente donde las montañas me observan suplicantes. Un cable conectado al buzón y otro a la tierra. La antena al cielo. Y mirando a la canilla donde los pájaros se refrescan, bajo el interruptor...
Todo el día lloviendo y recién ahora escampa.
El olor del cielo, el olor del campo, se funden en uno solo.
Nota: La maquina de hacer llover: http://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Baigorri_Velar