10/12/11

Jardín Secreto

huerta


Vengo de los ríos que dan al mar.
Mi bisabuela Blanca cultivaba una huerta en Savona, Génova. También mi bisabuelo Manuel, en Meixome, Pontevedra.
Mis ancestros que emigraron a Buenos Aires, tuvieron huerto y puesto de verduras en el mercado.
Mi abuela, Mercedes, tuvo un pequeño huerto en el fondo de casa, allí jugábamos con mi hermano a cavar hoyos junto a sus zanahorias, rabanitos y lechugas.
A principios del año dos mil, sentí la llamada de la tierra,… la de trabajar en ella.
Carmelo, que tanto ama su huerta, nos dejó, a Lucho y a mi, un trocito de tierra baldía junto a unos invernaderos semi-abandonados.
Construimos un puente con troncos de un viejo chopo para cruzar la cacera que separaba este rincón de la gran huerta de Carmelo.
Desbrozamos la tierra, la roturamos, la preparamos y plantamos allí nuestras semillas. El agua discurría generosamente por la cacera.
Toda una primavera y un verano fuimos viendo como crecían, las lechugas y tomates, los calabacines y judías, los repollos, las berzas, acelgas …
En los invernaderos contiguos la maleza, por enésima temporada crecía entre los rastrojos de las estaciones anteriores.
Nítidos insectos se sumaban a la escena.
Una tarde cercana al verano, mientras esperaba que bajara el agua para ir regando las tablas, empecé a ver por primera vez.
De tanto mirar y esperar, empecé a ver. Mi vista nunca ha sido muy buena. Quizá el calor de esa tarde, la mirada distraída, el disfrute del color y el ambiente apacible me ayudaron a ver. Allí estaba , en los restos de uno de los invernaderos, un jardín escondido, florecía para mi.
De la mochila saqué mi cámara y comencé a registrar lo que sucedía con la luz de la tarde, sin comprender muy bien lo que estaba sucediéndome.
Otro día continué con las luces de la mañana. A lo largo del verano fue incrementándose el número de fotografías, hasta que, cansado de ello, dejé que el jardín siguiera su curso.
Me dediqué a contemplarlo tranquilamente.
Pero una mañana muy temprano, en  otoño, el jardín se volvió a revelar, a mostrar un nuevo esplendor, el de la vida que muere  para que otras vidas se desarrollen efímeramente.
Esa mañana retomé el trabajo abandonado en el verano. Lo retomé con fruición, porque ya sentía una íntima conexión entre lo que iba registrando y mi ser interior. Era como si ese jardín fuera una proyección externa de lo esencial. Algo que tiene que ver más con la sintonía entre el interior y el exterior, que con un momento frágil de un lugar determinado.
En fotografía existe un instante mágico, el revelado, cuando la imagen latente en una emulsión fotográfica, por acción de la química y otras cosas, lentamente se hace visible.
Así me sentía, como si mi espíritu fuera esa emulsión que se estaba sometiendo a un proceso que se revelaba en mi.
Las fotos, un vano intento de registrar esos instantes, de atraparlos, para luego dejarlos escurrir entre los dedos, y entre las miradas de todos vosotros.

Juan C. Gargiulo , Basardilla 10 de diciembre de 2011.

25/4/11

El albaricoquero

 

12 albaricoque - la canaleja 2

 

Te lo tomaste como una pequeña venganza.

Sabías que yo le tenía un especial cariño. El no tenía nada que ver con nuestra separación.

Me llamaste  el verano pasado y me dijiste que el “Tano” vino un día con la motosierra, lo cortó en pedacitos, puso los trozos apilados en el lavadero, bien ordenados, y que si me interesaba, fuera por unas bolsas y me los llevara.

Dijiste que había crecido demasiado, que ya molestaba.

Por supuesto no tuviste en cuenta que él ya estaba allí antes de que llegarámos nosotros, y menos te acordarás de todo lo que nos dio.

Cuando nos establecimos  y compramos la casa que fue justamente por ese jardín que daba un respiro al departamento, el primer año que vivimos allí, vimos su copa de flores de nieve y supimos que para el nacimiento de nuestro hijo daría sus frutos maduros. Nos albergó en el patiecito con su sombra, en las tardes de verano, y los niños jugaron en su territorio. Las mermeladas que preparé año tras año, en la cocina, mientras por la ventana él mecía sus ramas, cómplice del viento y mi mirada.

Pero hoy, casi un año después, me decidí a recoger sus restos, no me los puedo llevar todos juntos, pero con la ayuda del pibe, poco a poco, en bolsas de plástico, me lo iré llevando.

Esta mañana, que me levanté un poco más temprano, mientras la niebla de primavera, con su frío me helaba los huesos, abrí el baúl del auto y saqué las dos bolsas que traje ayer. Limpié la chimenea y organicé con el resto de los diarios y cartones un fueguito para ir calentando la casa. Mientras las chispas saltaban, fui agregando uno a uno esos tronquitos que el Tano cortó con tanto esmero. Mirando el fuego lamiéndolos dije para mis adentros una oración de agradecimiento.