1/12/20

La canchita

 


Todas las tardes después de los deberes, jugábamos, en la calle o en casa de Alberto, que siempre estaba abierta, un partidito en el jardín de su casa, los chicos del barrio corríamos detrás de una pelota ajada con el cuero pelado. Pero hacia 1967 el jardín se nos quedaba chico, además las plantas siempre eran las damnificadas por nuestras gambetas  y pelotazos, el pasto pelado mostraba sus calvicies polvorientas. Ese año estaba siendo apoteósico, la Copa Libertadores y luego el Mundial Interclubes que ganaría Racing, en nuestros corazones sentíamos un impulso irrefrenable de emular a los grandes. Seguíamos los partidos por la radio, atesorábamos amuletos y álbumes de figuritas con los jugadores de la época.

Una tarde con todo nuestro entusiasmo de primavera, nos juntamos varios y asaltamos el Club Norte, que tenía una canchita de “papi fútbol” de ensueño, arcos con red y todo, un suelo de cemento verde con las líneas pintaditas en blanco, como dios manda. Nos colamos  cuando las chicas hacían gimnasia en el piso de arriba. Pero la cosa duró poco, el portero del establecimiento se dio cuenta y nos mandó a mudar.

-Mocosos este club es para los socios, no para cualquiera . Nos espetó.

-Si no tienen carnet no entran.  Mostrando la hilacha elitista de una clase media de la que para más inri formábamos parte.

¿Y ahora que hacemos?  me dijo Alberto, mientras caminábamos por la calle junto al terreno baldío de al lado.

-Hagamos nuestra propia canchita. Le dije subiendo la apuesta, con una seguridad que me la daba la pasión por jugar.

-¿y dónde?

Levanté la vista y extendiéndola por todo el terreno baldío que limitaba con el club le dije: -¡Aquí!, aquí mismo.

-¿Aquí, pero no vés como está esto de yuyos, cascotes y basura?

-Si, pero aquí es el lugar, justo al lado del club y de frente a nuestra calle, los partidos se verán desde todo el barrio.

Entonces nos juntamos con herramientas, palas picos, carretillas que nos prestaron los vecinos o las que había en nuestras casas. Así  los pibes del barrio en un par de tardes preparamos la canchita. Las madres nos ayudaban, traían meriendas y refrigerios y nosotros cavábamos, picábamos trasportábamos, desmalezábamos bajo el sol de octubre. La tarde que íbamos a estrenarla apareció el padre de Danielito, que era carpintero, con dos arcos de madera, que colocamos enterrando los postes y calzándolos con cascotes. 

Ya teníamos la canchita soñada.

A ocho cuadras más o menos empezaba la villa del cementerio de Olivos. Algunas veces me adentraba por O´Higgins hacia el cementerio, donde estaba la única bicicletería, en busca de repuestos para la bicicleta. Alguna gente de nuestro barrio nos inculcaba temor hacia los villeros, mostrando su clasismo.  Sin embargo mucha de las personas que trabajaban en el barrio provenían de allí y mi madre que había tenido consulta odontológica era muy respetada por la comunidad villera, porque atendía sin cobrar o le pagaban con huevos, gallinas, verduras.

Esa semana  jugamos en la canchita nueva partidos y partidos hasta caer extenuados. La novedad en el barrio se fue extendiendo hasta que un sábado por la tarde nos encontramos una multitud de chicos y grandes jugando en la canchita.

Íbamos nosotros con la pelota bajo el brazo, y nos encontramos a las personas de la villa ocupándola, los mirábamos con la boca abierta, nos acercamos a ver el partido y vimos a muchachitos con alpargatas o casi descalzos jugando, haciendo maravillas con la pelota, en un ambiente de increíble felicidad. Justo, justo al lado del Club Norte, del cual si no pagabas, no eras socio y no jugabas.

Algunos vecinos se indignaron por la ocupación villera, pero nosotros sabíamos que habíamos hecho algo que era gratis para todos, algo que nos acercaba un poco más la felicidad de la vida. 

Un acto de justicia.

19/2/20

El Jacarandá





Hace casi 25 años mi padre comenzó a colaborar con la Sociedad de Fomento del Barrio, entre sus logros estuvo en conseguir un convenio con la empresa de recogida de basuras, para que entregase a dicha Sociedad una cantidad equis de árboles por cada tonelada de basura recogida, esos árboles servirían para repoblar calles y parques del ámbito barrial, bastante extenso por cierto.
En la acera donde vivía existía un alcorque vacío donde habían intentado prosperar alguna vez pequeños retoños de árboles que plantó la municipalidad. Junto al edificio había un Kiosco en la planta baja, que vendía sandwiches, bebidas  y golosinas a los paseantes, a los alumnos de las escuelas cercanas y los días de fútbol a los asistentes al partido en el Monumental.
El dueño del kiosco, conociendo la colaboración de mi padre en la Sociedad de Fomento, le pidió que porqué no plantaban un árbol así los que pasaban por su kiosco podrían comerse su sándwich o tomarse su bebida a gusto bajo la sombra de él.
Mi padre hizo alguna gestión y consiguió un hermoso jacarandá para ese lugar.
 A medida que transcurrieron los años el árbol creció tanto que sobrepaso la altura del edificio de tres plantas. Todas las primaveras hacia noviembre ofrecía su floración morada, que se repetía más modestamente en marzo, antes de entrar el otoño.
Hace más de 13 años mi padre enfermó de miastenia gravis y poco a poco su vida se fue haciendo más difícil. Conservaba la disciplina matutina de pasear por el balcón del frente de la casa, para hacer sus ejercicios, y en tiempo caluroso se sentaba a observar la vida de la calle. Siempre me contaba por Skype cuando florecía el jacarandá, seguía muy de cerca su evolución y crecimiento, las podas a las que le sometía la municipalidad, los retrasos en las flores o en las hojas, observaba las aves que allí se posaban, era su pequeño orgullo.
Hace un año y cuatro meses que  mi padre falleció, esa primavera hacia noviembre el jacarandá no floreció más, ni dio hojas.
Ayer me contó mi madre que una tormenta lo abatió, posiblemente estaba ya gravemente enfermo y la pudrición por hongos lo había atacado. El jacarandá cayó sobre la reja de la casa, provocando daños menores. Mi madre descubrió el hecho cuando escuchó a las motosierras municipales cortarlo en trocitos.  

Y como un signo, un saludo de despedida, unas ramitas cayeron sobre el balcón, justo dónde mi padre se sentaba a observarlo.

!9 de febrero 2020