Leo por internet un artículo del San Diego Union -Tribune,
que, en Boston, se ha subastado en febrero pasado un reloj fundido por el
bombardeo atómico de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. La oferta ganadora de la
subasta fue de 31.113 dólares. El reloj
marca las ocho y cuarto de la mañana, hora del estallido de la bomba, arrojada
por los EEUU, con la justificación de provocar la rápida rendición del Japón y ahorrar
vidas humanas en la guerra.
Entre las dos bombas atómicas lanzadas el 6 y 9 de agosto en
Hiroshima y Nagasaki, el gobierno de los USA es responsable de la muerte de más
de 300.000 personas. Las consecuencias de la radiación atómica continúan su
efecto en los Hibakusha, hasta el día de hoy.
La empresa de subastas afirma que este reloj marca la hora en que la
historia cambió para siempre. El ganador de la subasta prefirió mantenerse en
el anonimato.
Pero esos relojes que han pertenecido a personas con nombre y
apellido hoy se convierten en mercancías de coleccionismo. La barbarie, tiene
también su faceta de rapiña. La vida no vale nada, solo la muda expresión de
estos objetos nos indica que el tiempo se detuvo para las personas que los
llevaban y que sus vidas se esfumaron por el intenso calor que generó la bomba.
En muchos casos no han aparecido los cuerpos, es como si nunca hubiesen
existido. Siluetas y sombras humanas en paredes o subiendo escaleras, son
gracias a los testimonios fotográficos lo único que queda de ellas. Algunas
ropas, juguetes, nos hablan de una vida cotidiana destruida, de personas y
familias desaparecidas. Los que arrojaron las bombas, no repararon nunca el
daño ocasionado. Muchos comercian con los objetos que los soldados que
invadieron después, recuperaron de entre las ruinas.
Siempre en agosto serán para mí, las ocho y cuarto, el momento en que se detuvo la vida.