8/4/08

El cielo de los sueños

Me fui corriendo hasta la calle Montañeses, y allí estaba. Una enorme máquina la estaba demoliendo. Sus arremetidas iban tirando trozos enormes de muros y ventanas al suelo. Las entrañas abiertas a la calle, el esqueleto de vigas y pilares retorciéndose a medida que el monstruo avanzaba.

En la esquina de Nahuel Huapi mi viejo con la cara entre las manos, no podía mirar la destrucción de su casa natal.

No puedo oírlo más pero no me quiero ir, no puedo verlo más, pero necesito verlo para recordar.

Ahora se llevan la cristalera de hierro y vidrios de colores, se la llevan con las imágenes de mi abuelo jugando conmigo, o la de mi viejo escribiendo cartas en esa mesita que conservo en la habitación vacía de mis hijos.

Arrancan las baldosas del suelo en damero, arrancando con ellas el disfraz de carnaval del Billy, las horas de mecedora de la abuela Blanca, y la harina que caía al suelo cuando mamá amasaba los ravioles del domingo.

Pero sobre todo cuando destrozan la entrada con sus escalones de mármol, se llevan mi infancia con tranvía y la mano del Billy que me sujeta para que no caiga.

Los sueños de los inmigrantes, los sueños de progreso conseguido se convierten en escombros que irán a parar al vertedero. Allí se encontrarán con otros sueños en una especie de cielo de lo efímero.

Esa casa, el calor familiar para todos los que empezaban en la Argentina de los años 30, para hijos y nietos ese territorio de aventuras y mitos familiares, ya es un solar pelado. Un territorio arrasado de memoria en los ladrillos.

Cuando despierto, lo primero que recuerdo son los sollozos de mi padre y mi grito en el sueño, implorándole al maquinista-verdugo, que acabe de una vez.

Mientras desayuno enciendo la máquina y el correo empieza a llegar despacio, un sorbito de té verde y ahí está, el mensaje de mi viejo, contándome con pelos y señales la demolición de la casa. Solo quedaron tres palmeras del fondo.

Al anochecer mientras empezaba a brillar el lucero, se vio por entre las palmeras, unos hilos por donde corrían figuras, como aquellas vísperas de Reyes en que los niños y los vecinos eran testigos de apariciones y juegos que inventaba el abuelo Nicolás, la casa como teatro de la vida, mientras la fuente del centro del jardín nos devuelve el cielo de estrellas donde viven esos sueños para siempre.

Segovia 23 de febrero de 2003

Este texto es en homenaje a mi viejo que cumplió 80 .



3 comentarios:

analau dijo...

lainsisto.
ESAS CASAS son un lugar que habitamos cada vez que recordamos, son nuestras, intactas, cada vez que queremos.
las otras, de material, son poca cosa... efimeras, casi como un cuerpo.
besote

Anónimo dijo...

Siempre me han impresionado las casas ruinosas o derruidas. Esos girones de papel pintado que ornaron tantas reuniones familiares, esos cercos que evidencian el armario que no está, esos patios interiores abiertos a la nada...
Me da por imaginar las generaciones que amaron y sufrieron tras aquellas paredes.

analau dijo...

Ayyyy. Como deulen edos duelos...