Treinta rayos convergen hacia el centro de una rueda, pero el vacío en el medio hace marcharel carro.
Con arcilla se moldea un recipiente,
pero se lo utiliza por su vacío.
Se hacen puertas y ventanas en la casa
y es el vacío el que permite habitarla.
Por eso, del ser provienen las cosas
y del no-ser su utilidad.
Tao Te Ching
Lao Tsé
Después de un año accidentado de carrera, con las herramientas básicas aprendidas, me disponía a realizar mi primer proyecto de vivienda para una asignatura cuyos objetivos estaban en el análisis metodológico y formal. Casi todos mis compañeros recurrieron a propuestas geométricas y estilísticas en boga en esos años 70. Yo no entendía el problema de la misma manera ya que la casa que debíamos diseñar tendría un enclave en una isla del delta del Paraná. Allí el río va formando islas y reformando otras, algunas desaparecen con una crecida. Todas están densamente pobladas de vegetación, árboles tropicales, y algunas subsisten a la actividad frutícola que décadas atrás se daba tan bien.
De niño íbamos al puerto de frutos a comprar fruta al por mayor, ciruelas, damascos, duraznos, manzanas, naranjas y limones eran característicos, llegaban al puerto en embarcaciones desde las islas y las vendían los propios productores. Luego mi abuela convertía toda esa fruta en mermeladas para el invierno, que merendaba leyendo obsesivamente dos libros: Cuentos de la selva y Cuentos de amor, locura y muerte de Horacio Quiroga. Éstos me habían contagiado la fiebre por la jungla, sin haberla conocido realmente.
Pero mi problema de diseño estaba en la elección tipológica, si rediseñar un modelo de casa isleña, sobre pilotes, de madera y chapa o hacer algo totalmente diferente, descontextualizado, para un cliente anónimo y quedarme fuera de la onda imperante, exponiéndome a la crítica de los profesores.
Me plantee un cliente concreto, hortelano y productor de frutas, que además de una vivienda necesitaba un pequeño taller para reparar sus aperos y guardar herramientas. También estaba el problema, de crear un embarcadero y de consolidar el perímetro de la isla en constante transformación. El material disponible era obviamente la madera, y pensé además la posibilidad de la autoconstrucción, muy recurrente en los habitantes del delta.
Diseñé una casa de madera de tres habitaciones, una central con cocina, un horno de leña exterior, una letrina también exterior, dos galerías una al este y otra a poniente, de un par de metros para poder estar allí y proteger la vivienda de las lluvias torrenciales que suelen caer varias veces al año. Cada estancia tenía dos aberturas, una a cada galería, la del este era como una puerta balconera y la otra una sencilla ventana de dos hojas. Mosquiteras en cada abertura el volumen general a cuatro aguas, al igual que el taller contiguo a escasos metros, luego la isla tenía una zona dedicada a frutales, otra a huerto, en el resto entre cañas silvestres, se erguían álamos plateados y pino Paraná. Bajo la galería de la casa se guardaban aperos y bajo el taller una barca de dos remos. En el espigón de madera se ataba la chata, que eran una embarcación diésel, con una cabina de mando y un espacio importante para colocar la producción y llevarla al puerto de frutos.
Iniciamos este viaje con el amor ya desgastado, a buscar tus orígenes en la colonia ucraniana de El Dorado. Una ciudad de principios del siglo XX de una sola calle y fincas profundísimas, productoras en medio de la selva de, algodón, mate, té, y tung, que luego se transportaban a la metrópoli vía fluvial más de 1000 km Paraná abajo.
Llegamos a Posadas en el ferrocarril Urquiza y nos establecimos en un campamento en las afueras de la ciudad, como a 6 km.
Nos quedamos una semana allí ¿recuerdas?, mi pie izquierdo estaba hinchado y entumecido, nunca supimos muy bien porque, si un golpe, una picadura de alguno de los insectos que nos sorprendieron al llegar, o simplemente el cambio de clima, con ese calor agobiante y las lluvias mansas, que caen como una cortina continua y cuando cesan el vapor se eleva aumentando la sensación de calor.
Teníamos por vivienda una simple tienda de campaña, la misma que usamos para el viaje al Noroeste. Ya deteriorada y con goteras.
Y una mañana en que yo estaba mejor me dijiste: - tenemos que irnos, si no la pereza y la selva nos tragarán.
Emprendimos la marcha por la Ruta 12 esperando que alguien nos lleve. Un camión partía de Posadas a San Ignacio y vimos en él una oportunidad de arrancar ese viaje a El Dorado. Llegamos casi de noche después de recorrer apenas 200 km. Allí dormimos en un hotel pequeño de carretera, con habitaciones con un servicio de agua corriente y que daban a una galería.
La dueña una señora rubia nos sirvió una comida sustanciosa con carne, que nos hizo olvidar las penurias de las latas que llevábamos. A la mañana siguiente nos despierta y nos dice que hay un camión que va hacia Puerto Iguazú, que igual nos apetece conocer las Cataratas.
Varias semanas después, hartos de turismo, que nos llevó también a Brasil, decidimos volver, y cumplir con el objetivo de ir hacia EL Dorado. Llegamos una tardecita, anocheciendo ya, plantamos nuestra tienda en un camping abandonado en Puerto Pinares, en las afueras de la ciudad.
Esa noche tiraste de mi para que fuéramos al centro, aunque sea caminado. La noche era cerrada, la brisa suave movía la selva, como una animal gigante y perezoso. Un perro nos salió al cruce y entre ladridos nos siguió amenazante un buen rato. No llegamos a la ciudad. Cambiaste de idea y lo pospusimos para la tarde siguiente.
En El Dorado encontramos a parte de tus primos y familia eslava que se asentó allí cuando huyeron de los pogromos zaristas, se hicieron mensúes trabajando de sol a sol. Nos contaron las historias que se forjaron durante la II Guerra Mundial, donde los partidarios del nazismo acosaban y agredían a los que pensaban diferente. Muchos emigraron nuevamente más al sur.
Una mañana de lluvia tomamos un autobús que nos llevaría a San Ignacio, nuevamente. A las dos horas estábamos caminando por un camino de tierra colorada convertida en barro, en dirección al Paraná. Allí el río extenso ancho como un gran brazo corre entre paredes de basalto y pequeñas barcas lo cruzan, niños guaraníes navegan en busca de sustento o algo que vender, La selva testigo nos embriaga con sus sonidos de insectos y pájaros.
Y allí nomás en una picada de tacuaras altas como edificios, nos perdimos. Me dijiste, siéntate sobre tu mochila y observa. Tiene que haber una señal, algo. Parecía que la presencia humana había desaparecido. El pie me volvía doler. Y una especie de fiebre subía por mi cuerpo.
Vamos por aquí, me dijiste, por un camino más estrecho aún, al final de ese camino en el cañaveral, se abrió un claro, un aljibe con su vacío central dominaba el espacio. Las cañas formaban cuatro paredes bien delimitadas como una plaza de la cual salían 4 calles dos estrechas y dos más anchas. Decidiste tomar la calle ancha, parecía que todo se abría más abajo como hacia el río.
Dejamos el cañaveral atrás y las palmeras, los arbustos, los lapachos y timbós iban clareando hasta llegar a un lugar donde una casa isleña con galerías, toda de madera y chapa, una construcción auxiliar, en estado de abandono parecía que nos esperaba. Dentro tres habitaciones destartaladas, una de ellas con hornillo de leña para cocinar una mesa con cuencos de barro sucios y vacíos, en la otra una cama aún utilizable, sin colchón, por las ventanas podíamos observar la majestuosidad de la selva con los lapachos en flor y el rumor del río entre el cañón de piedra. En la galería una barca de dos remos, y unas ruedas de carro que le faltaban algunos rayos.
Todo me recordaba a mi proyecto de principio de carrera nunca construido. Como si de un encuentro espectral se tratara.
Bajamos hasta el río que a esa hora tenía el color del mercurio, un embarcadero todavía en pie. Era la hora en que los sonidos de la selva van cambiando, los pájaros se aprestan al descanso, pero la sinfonía de insectos crece hasta hacer denso el aire.
El dolor de pie y la fiebre no cedían se iban apropiando de mi pierna.
Me dijiste – ¿Y si pasamos la noche aquí?
Camino a la Ruta 12, al día siguiente llegando a San Ignacio un viejo muy delgado, de barba, camisa blanca, tiraba de un carro de bueyes, se detuvo y nos preguntó de donde veníamos y a donde íbamos. Subimos y le contamos, aspiró profundamente su pipa y entre el humo que exhalaba, sonrió.
-Han estado ustedes en mi casa, la casa de Horacio Quiroga.
Juan C. Gargiulo 4-12-2023