5/8/24

Dos relojes

 

Leo por internet un artículo del San Diego Union -Tribune, que, en Boston, se ha subastado en febrero pasado un reloj fundido por el bombardeo atómico de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. La oferta ganadora de la subasta fue de 31.113 dólares.  El reloj marca las ocho y cuarto de la mañana, hora del estallido de la bomba, arrojada por los EEUU, con la justificación de provocar la rápida rendición del Japón y ahorrar vidas humanas en la guerra.

Entre las dos bombas atómicas lanzadas el 6 y 9 de agosto en Hiroshima y Nagasaki, el gobierno de los USA es responsable de la muerte de más de 300.000 personas. Las consecuencias de la radiación atómica continúan su efecto en los Hibakusha, hasta el día de hoy.  La empresa de subastas afirma que este reloj marca la hora en que la historia cambió para siempre. El ganador de la subasta prefirió mantenerse en el anonimato.

Pero esos relojes que han pertenecido a personas con nombre y apellido hoy se convierten en mercancías de coleccionismo. La barbarie, tiene también su faceta de rapiña. La vida no vale nada, solo la muda expresión de estos objetos nos indica que el tiempo se detuvo para las personas que los llevaban y que sus vidas se esfumaron por el intenso calor que generó la bomba. En muchos casos no han aparecido los cuerpos, es como si nunca hubiesen existido. Siluetas y sombras humanas en paredes o subiendo escaleras, son gracias a los testimonios fotográficos lo único que queda de ellas. Algunas ropas, juguetes, nos hablan de una vida cotidiana destruida, de personas y familias desaparecidas. Los que arrojaron las bombas, no repararon nunca el daño ocasionado. Muchos comercian con los objetos que los soldados que invadieron después, recuperaron de entre las ruinas.

Cuando era niño e iba a la escuela primaria, mi padre compraba semanalmente los coleccionables de la editorial Centro Editor de América Latina, particularmente “Los hombres de la historia”, uno de los fascículos estaba dedicado a la vida de Einstein. Su trayectoria científica y descubrimientos que llevaron a realizar el proyecto “Manhattan”, creador de las bombas atómicas que luego aterrorizarían al mundo. Mi hermano y yo hojeábamos esos fascículos mientras íbamos a la escuela sentados en el coche. No olvido la impresión y las preguntas que se me dispararon al ver esta imagen del reloj fundido a una hora determinada, tanco como las sombras absorbidas por un muro. En mi mente infantil, esas imágenes se asociaron inmediatamente a la celebración en Argentina del “día del niño”.  Pensaba que de alguna manera había que recordar ese terrible hecho, que precedió muchos otros atroces, de los cuales hemos sido testigos. 

Siempre en agosto serán para mí, las ocho y cuarto, el momento en que se detuvo la vida.

31/12/23

la casa isleña..


Treinta rayos convergen hacia el centro de una rueda, pero el vacío en el medio hace marchar

el carro.

Con arcilla se moldea un recipiente,

pero se lo utiliza por su vacío.

Se hacen puertas y ventanas en la casa

y es el vacío el que permite habitarla.

Por eso, del ser provienen las cosas

y del no-ser su utilidad.


Tao Te Ching


Lao Tsé


    Después de un año accidentado de carrera, con las herramientas básicas aprendidas, me disponía a realizar mi primer proyecto de vivienda para una asignatura cuyos objetivos estaban en el análisis metodológico y formal. Casi todos mis compañeros recurrieron a propuestas geométricas y estilísticas en boga en esos años 70. Yo no entendía el problema de la misma manera ya que la casa que debíamos diseñar tendría un enclave en una isla del delta del Paraná. Allí el río va formando islas y reformando otras, algunas desaparecen con una crecida. Todas están densamente pobladas de vegetación, árboles tropicales, y algunas subsisten a la actividad frutícola que décadas atrás se daba tan bien. 

De niño íbamos al puerto de frutos a comprar fruta al por mayor, ciruelas, damascos, duraznos, manzanas, naranjas y limones eran característicos, llegaban al puerto en embarcaciones desde las islas y las vendían los propios productores. Luego mi abuela convertía toda esa fruta en mermeladas para el invierno, que merendaba leyendo obsesivamente dos libros: Cuentos de la selva y Cuentos de amor, locura y muerte de Horacio Quiroga. Éstos me habían contagiado la fiebre por la jungla, sin haberla conocido realmente. 

Pero mi problema de diseño estaba en la elección tipológica, si rediseñar un modelo de casa isleña, sobre pilotes, de madera y chapa o hacer algo totalmente diferente, descontextualizado, para un cliente anónimo y quedarme fuera de la onda imperante, exponiéndome a la crítica de los profesores.

Me plantee un cliente concreto, hortelano y productor de frutas, que además de una vivienda necesitaba un pequeño taller para reparar sus aperos y guardar herramientas. También estaba el problema, de crear un embarcadero y de consolidar el perímetro de la isla en constante transformación. El material disponible era obviamente la madera, y pensé además la posibilidad de la autoconstrucción, muy recurrente en los habitantes del delta.

Diseñé una casa de madera de tres habitaciones, una central con cocina, un horno de leña exterior, una letrina también exterior, dos galerías una al este y otra a poniente, de un par de metros para poder estar allí y proteger la vivienda de las lluvias torrenciales que suelen caer varias veces al año. Cada estancia tenía dos aberturas, una a cada galería, la del este era como una puerta balconera y la otra una sencilla ventana de dos hojas. Mosquiteras en cada abertura el volumen general a cuatro aguas, al igual que el taller contiguo a escasos metros, luego la isla tenía una zona dedicada a frutales, otra a huerto, en el resto entre cañas silvestres, se erguían álamos plateados y pino Paraná. Bajo la galería de la casa se guardaban aperos y bajo el taller una barca de dos remos. En el espigón de madera se ataba la chata, que eran una embarcación diésel, con una cabina de mando y un espacio importante para colocar la producción y llevarla al puerto de frutos.

    Iniciamos este viaje con el amor ya desgastado, a buscar tus orígenes en la colonia ucraniana de El Dorado. Una ciudad de principios del siglo XX de una sola calle y fincas profundísimas, productoras en medio de la selva de, algodón, mate, té, y tung, que luego se transportaban a la metrópoli vía fluvial más de 1000 km Paraná abajo.

Llegamos a Posadas en el ferrocarril Urquiza y nos establecimos en un campamento en las afueras de la ciudad, como a 6 km. 

Nos quedamos una semana allí ¿recuerdas?, mi pie izquierdo estaba hinchado y entumecido, nunca supimos muy bien porque, si un golpe, una picadura de alguno de los insectos que nos sorprendieron al llegar, o simplemente el cambio de clima, con ese calor agobiante y las lluvias mansas, que caen como una cortina continua y cuando cesan el vapor se eleva aumentando la sensación de calor. 

Teníamos por vivienda una simple tienda de campaña, la misma que usamos para el viaje al Noroeste. Ya deteriorada y con goteras.

Y una mañana en que yo estaba mejor me dijiste: - tenemos que irnos, si no la pereza y la selva nos tragarán. 

Emprendimos la marcha por la Ruta 12 esperando que alguien nos lleve. Un camión partía de Posadas a San Ignacio y vimos en él una oportunidad de arrancar ese viaje a El Dorado. Llegamos casi de noche después de recorrer apenas 200 km. Allí dormimos en un hotel pequeño de carretera, con habitaciones con un servicio de agua corriente y que daban a una galería. 

La dueña una señora rubia nos sirvió una comida sustanciosa con carne, que nos hizo olvidar las penurias de las latas que llevábamos.  A la mañana siguiente nos despierta y nos dice que hay un camión que va hacia Puerto Iguazú, que igual nos apetece conocer las Cataratas. 

Varias semanas después, hartos de turismo, que nos llevó también a Brasil, decidimos volver, y cumplir con el objetivo de ir hacia EL Dorado. Llegamos una tardecita, anocheciendo ya, plantamos nuestra tienda en un camping abandonado en Puerto Pinares, en las afueras de la ciudad. 

Esa noche tiraste de mi para que fuéramos al centro, aunque sea caminado. La noche era cerrada, la brisa suave movía la selva, como una animal gigante y perezoso. Un perro nos salió al cruce y entre ladridos nos siguió amenazante un buen rato. No llegamos a la ciudad. Cambiaste de idea y lo pospusimos para la tarde siguiente.

En El Dorado encontramos a parte de tus primos y familia eslava que se asentó allí cuando huyeron de los pogromos zaristas, se hicieron mensúes trabajando de sol a sol. Nos contaron las historias que se forjaron durante la II Guerra Mundial, donde los partidarios del nazismo acosaban y agredían a los que pensaban diferente. Muchos emigraron nuevamente más al sur.


Una mañana de lluvia tomamos un autobús que nos llevaría a San Ignacio, nuevamente.  A las dos horas estábamos caminando por un camino de tierra colorada convertida en barro, en dirección al Paraná. Allí el río extenso ancho como un gran brazo corre entre paredes de basalto y pequeñas barcas lo cruzan, niños guaraníes navegan en busca de sustento o algo que vender, La selva testigo nos embriaga con sus sonidos de insectos y pájaros. 

Y allí nomás en una picada de tacuaras altas como edificios, nos perdimos.  Me dijiste, siéntate sobre tu mochila y observa. Tiene que haber una señal, algo. Parecía que la presencia humana había desaparecido. El pie me volvía doler. Y una especie de fiebre subía por mi cuerpo.

Vamos por aquí, me dijiste, por un camino más estrecho aún, al final de ese camino en el cañaveral, se abrió un claro, un aljibe con su vacío central dominaba el espacio. Las cañas formaban cuatro paredes bien delimitadas como una plaza de la cual salían 4 calles dos estrechas y dos más anchas. Decidiste tomar la calle ancha, parecía que todo se abría más abajo como hacia el río.

Dejamos el cañaveral atrás y las palmeras, los arbustos, los lapachos y timbós iban clareando hasta llegar a un lugar donde una casa isleña con galerías, toda de madera y chapa, una construcción auxiliar, en estado de abandono parecía que nos esperaba. Dentro tres habitaciones destartaladas, una de ellas con hornillo de leña para cocinar una mesa con cuencos de barro sucios y vacíos, en la otra una cama aún utilizable, sin colchón, por las ventanas podíamos observar la majestuosidad de la selva con los lapachos en flor y el rumor del río entre el cañón de piedra. En la galería una barca de dos remos, y unas ruedas de carro que le faltaban algunos rayos.

Todo me recordaba a mi proyecto de principio de carrera nunca construido. Como si de un encuentro espectral se tratara.

Bajamos hasta el río que a esa hora tenía el color del mercurio, un embarcadero todavía en pie. Era la hora en que los sonidos de la selva van cambiando, los pájaros se aprestan al descanso, pero la sinfonía de insectos crece hasta hacer denso el aire.

El dolor de pie y la fiebre no cedían se iban apropiando de mi pierna.

Me dijiste – ¿Y si pasamos la noche aquí?

Camino a la Ruta 12, al día siguiente llegando a San Ignacio un viejo muy delgado, de barba, camisa blanca, tiraba de un carro de bueyes, se detuvo y nos preguntó de donde veníamos y a donde íbamos. Subimos y le contamos, aspiró profundamente su pipa y entre el humo que exhalaba, sonrió. 

-Han estado ustedes en mi casa, la casa de Horacio Quiroga. 


Juan C. Gargiulo 4-12-2023


8/10/23

Postales de amor y de guerra...

 

Ayer enterramos a mi madre, Julia, Julita.

Esta mañana después de una noche aciaga, con el insomnio, la sed y este calor insoportable, abrí el ordenador para la rutina de siempre, las noticias, los correos y los mensajes, esta vez de condolencias. Los chavales duermen aún, mientras sorbo mi té verde, voy leyendo en la pantalla, entre los recuerdos dulces y la tristeza.  Uno de los gatos se me arrima pidiendo su ración, sube a la mesa y en un barrido la oscurece.

Cuando él entró en el barracón colmado de gritos y silbidos, la vio, allí sobre el escenario bajo una tenue luz de campaña, semidesnuda, bailaba, se contoneaba y cada movimiento arrancaba nuevos gritos de deseo de los milicianos. Morena, Esperanza les hipnotizaba con el reflejo de las lentejuelas, raídas ya a esta altura de la guerra. Él se armó de valor, abriéndose paso entre el público subió al escenario casi de un salto y acercándose a ella lentamente, con ambas manos, a una distancia magnética, recorrió su cuerpo de pies a cabeza, morosamente, como atrapando algo para la eternidad, de pronto cerró los puños y giró hacia el público que bramaba de agitación, en eso abrió los brazos y en ese mismo movimiento soltó toda la belleza de esa mujer que había atrapado, derramándola sobre los que van a matar o a morir. 


Entre los mensajes hay una carta, escaneada, amarillenta y ajada, tiene un lugar y una fecha concretas, la letra caligráfica:

Querida hermana, hoy recibí tu carta de octubre que enviaste a Asturias, ahora llevo tres meses en Aragón, espero que la suerte me siga acompañando. Por el dinero y la ropa que me envías estoy muy agradecido, pero desearía que me enviases una foto tuya con Julita. Ya van para siete años desde que os fuisteis de la aldea, y allá en Buenos Aires habrá crecido mucho. Yo te mando una pequeña foto mía de paisano, que me hice con ese fotógrafo de Lalín antes de partir juntos al frente…

Quisiera abrazaros como cuando os fuisteis, le envío muchos besos a Julita y mimos a ti hermana mía que tanto deseo verte antes de quedar en estas tierras.

José Blanco, Zaragoza, 6 de noviembre de 1937.



El molino harinero, se atascó esa mañana temprano, dicen en la aldea que la guerra acabó hace días. Manuel Blanco, el molinero, con su pañuelo al cuello y el pelo encanecido, piensa en los únicos hijos que le quedan, Mercedes, la mayor, en Buenos Aires con su única nieta, Julita, y José en la guerra, que debería tener ya 23 años. Piensa también en el dinero necesario para sobrevivir y en los paquetes de ayuda que llegan de ultramar. Pero José no vuelve, ¡no vuelve! no vuelven sus abrazos y los besos con harina, ni el niño aquél que correteaba por el huerto buscando las fresas tempranas. No vuelve…

A José se lo llevó Esperanza, la bailarina que conoció en un barracón a orillas de los arrozales, convertida en bala, segó su vida.

 

Juan C. Gargiulo, Segovia 4 de octubre 2023.

20/5/22

Los colores de mis recuerdos

 


Hace un tiempo, mi amiga Julieta hablaba en las redes de este libro, consiguió despertar mi interés ya que mis propios recuerdos están siempre teñidos de colores, o más bien éstos se asocian a determinados momentos de la vida. El libro es un viaje por la historia de los colores en Europa, en la vida cotidiana, el arte, y el cine, temas que siempre me han atraído especialmente. 

¿Qué queda de los colores de nuestra infancia?

El otoño invierno de 1961 fue para mi particularmente, revelador, tendría cuatro años para cumplir cinco, y mi estado de salud se desequilibró con diversas enfermedades infantiles, una escarlatina, anginas y gripes varias que me hicieron perder la asistencia prácticamente a todo el curso del Jardín de Infancia. A cambio los cuidados familiares,  las visitas periódicas del médico a domicilio, algunos remedios caseros. Unos animalitos de un plástico verde que formaban parte de mi territorio de aventuras entre las mantas y sábanas de los días de convaleciente. Unas mesitas plegables que nos habían comprado para una anterior operación de amígdalas, eran en su reverso el cuadro de mandos de un coche o un avión que me llevaba a cruzar cielos imaginarios. Esos mandos dibujados con tiza o ceras de colores, indicadores, agujas y demás instrumentos que trataban de reflejar mi fascinación por los de verdad.

Llegó mi cumpleaños en agosto y una tía me regaló un castillo de madera con soldaditos de plástico, los soldaditos no se correspondían con la imagen del castillo ya que representaba otro período histórico, pero daba igual.  Pero un día llegó una prima de mi padre, artista plástica, que para nosotros era como una tía más, Zulema. Me trajo en un pequeño paquete plano, un estuche metálico de acuarelas.  Ella nos había compuesto en una pared de la habitación un fondo marino con peces de colores, algunos pintados por ella y otros de papel que creo que venían de propaganda de un laboratorio médico.

Esas acuarelas quizá, después de las ceras de colores y los lápices de mi abuelo, que tenían dos colores por un lado rojos y por el otro extremo azul, sea para mi contacto con el color más gozoso que haya vivido. El uso del color y el agua casi no se ha separado de mi a lo largo de los años. Más adelante ya en la primaria recibí un regalo nuevo que fue otro estuche pero esta vez de lápices de colores Lyra, acuarelables también, con ellos los dibujos escolares tomaron otra dimensión, podía crear degradados y fusionar colores con cierta destreza, mezclando el uso del lápiz y el pincel. 
Pero éstas herramientas y materiales las reservaba para un uso más privado, en la intimidad familiar. Nunca los llevé al colegio y tampoco al taller de plástica de Michi e Irene, donde asistí hasta los 11 años. Allí el universo expresivo era más fuerte con materiales como la témpera en pasta, o el grabado.
Me los llevaba eso si, a casa de mi amigo Alberto, donde su mamá, Virginia, también artista plástica, me enseñaba a componer y dibujar a color las escenas que debía crear en mi cuaderno para ilustrar los deberes que nos ponían, que siempre eran a una escala pequeña. Algunas láminas mayores para ilustrar las clases por equipo también salieron de sus enseñanzas. 


El estuche de las acuarelas siguió acompañándome luego en muchas de las ilustraciones de las clases de dibujo en la escuela secundaria, era increíble que no se gastaran, no así  los lápices acuarelables que si fueron mermando con el paso de los años y quedando huérfanos algunos colores de otros, los ocres y verdes por ejemplo ya que me encantaba particularmente pintar arboles y masas verdes en los paisajes que hacía.

En la universidad y en mi vida profesional de arquitecto también las usé para colorear dibujos y perspectivas que formaban parte de los proyectos que fui desarrollando. Siempre con el mismo estuche que me regalaron a los cinco años. Aunque ya combinaba  rotuladores, lápices de colores y tinta china en diversas técnicas mixtas. 

Cuando  tuve hijos y éstos iban creciendo,  volví a sacar este estuche de acuarelas, para sensibilizarles en su uso, y así nacieron tarjetas postales, felicitaciones navideñas, y muchos otros dibujos de su etapa infantil que llenaban las paredes de nuestra casa y mi estudio.

Esta mañana, alentado por la lectura del libro que comento al principio, me acordé del viejo estuche, que conserva aún muchos de los colores, que me han ayudado a representar el mundo de mi imaginación y mis sueños, otras pastillas ya no están, otras conservan un hilo de color para ofrecer, delatando el uso más intensivo a lo largo de los años. 
Cuando abrí el estuche para fotografiarlo, fue como la primera vez, al  maravillarme por todo lo que me había dado, cuando con cinco años todo estaba por empezar.





17/5/22

Fauna y Flora en la Municipalidad de la Matanza

Cuando era joven trabajé en Obras públicas de la Municipalidad de la Matanza, llegábamos temprano para poder agarrar el único "Rastrojero" que nos permitía hacer las inspecciones pendientes. Tenía un compañero de oficina que se las arreglaba para llegar justo sobre la hora o incluso media hora más tarde, una mujer que quizá fuera su amante, fichaba la entrada por él. Cuando llegaba se sentaba en su puesto, y camuflado entre torres de expedientes abría el diario, por donde el claringrilla y se ponía a hacer las palabras cruzadas. Después de que pasaba el del carro del mate cocido, cerraba el diario, abría un expediente y con un bolígrafo en la mano y la otra sujetándole la cabeza se disponía a torrar hasta casi medio día. 

Era el año 1983, ese frío invierno post-Malvinas la Municipalidad estaba gobernada por el Coronel Alberto H. Calloni, en Obras Públicas, un personaje oscuro salido de la Alemania nazi, el goebbesliano Ingeniero Masjuán, que a su vez era directivo de ATMA, frente a la terrible ESMA.

Una mañana cercana a la fiesta patria del 25 de mayo, el intendente me llama a su despacho. Con el rabo entre las piernas subo a la oficina del Coronel, pensando que allí me espera algo terrible. Mi aspecto de intelectual cortazariano con sobretodo comprado recientemente en Madrid, gris hasta las rodillas, pelo largo y barba , anteojos  que delataban esa filiación a la divine gauche del café La Paz.  

Al trasponer la puerta junto a su edecán, me recibe desde un escritorio tamaño mesa de ping pong, que albergaba bajo un grueso cristal fotografías de viajes, destinos militares y otras hazañas bélicas.

En un sillón a contraluz, Goebbels-Masjuán dominaba la escena.

-¡Arquitecto Gargiulo!, ¿usted no tendrá un pariente  marino? me espetó no bien entré, (se refería al contraalmirante Benjamín Gargiulo líder del golpe de estado del 16 de junio de 1955 contra Perón).

-No mi coronel, ¿por? contesté

-¡Una lástima! agregó Calloni

Gargiulo, Gargiulo, sin embargo su apellido me suena.... Seguía insistiendo en encontrarme alguna filiación, se me pasó por la cabeza  que quizá conociera a mi padre ( viejo militante comunista). en fin me sentía como en una ratonera o como en los interrogatorios preliminares de los nazis en Roma Ciudad Abierta. 

-Tengo un encargo urgente para usted arquitecto Gargiulo, me soltó mientras se servía una copa de whisky importado. 

-Como usted sabe en este partido tenemos muchos muertos combatientes en Malvinas y queríamos hacerle un homenaje digno para el 25 de mayo. Quiero construir en la plaza un monumento a los caídos en la Guerra de Malvinas. La sombra a contraluz de Masjuán asentía con la cabeza.

-Resulta que mi mujer y yo estuvimos el año pasado en Arlington, y no vea que cementerio, esas colinas verdes impecables llenas de cruces -¡Una maravilla!. - Pero aquí tenemos que hacer algo similar, algo también muy "argentino". 

A pesar de ser invierno, el sudor corría por mi frente, tenía que diseñar y construir en tiempo récord un monumento a los caídos en Malvinas, similar a las tumbas arlingtonianas, pero con sabor "bien argentino". Me estaba jugando el pellejo. esa misma mañana, hice un diseño rápido y se lo subí a Goebbels, era un crucifijo tamaño natural de quebracho sobre una loma verde de hierba, y a sus pies una placa que reseñaba la lista de caídos en el Partido de la Matanza. Atusándose el pelo engominado me dice: -No está mal, vamos a ver al intendente. Subimos nuevamente a su despacho. Nos acompaña el edecán y Calloni en su séptimo whisky de la mañana, me recibe efusivo, ya sé de donde conozco el apellido,... de Río Gallegos, de un conscripto pelirrojo que hizo el servicio con destino en la enfermería! (se refería a mi hermano Nicolás que hizo la colimba en la Guarnición del Ejército en R.G. en el sur de Argentina) .La cuestión que al ver el dibujo a color, se quedó fascinado. -¡Esto , esto es lo que quiero, carajo ! , ¡vamos vamos  manos a la obra!

Así que ya la mañana siguiente me presenté lo mas pronto posible para poder secuestrar al Rastrojero y el chófer y empezar a recorrer Buenos Aires, a ver dónde encontrar unas traviesas o durmientes de ferrocarril de quebracho y quien  me montara esa semejante cruz. Del Tigre a la Boca , de los talleres de Remedios de Escalada a José León Suárez, peinando talleres y almacenes. Finalmente en la Boca conseguí los durmientes sin agujeros y más largos que lo normal, aunque tuve que hacerles un empalme en el brazo largo de la cruz y en José León Suarez un carpintero que hizo los encastres , labró la superficie de la cruz, y le dio varias capas de aceite para que la madera luciera con ese rojo característico del quebracho. La placa de bronce la hizo un herrero local, y tres días antes asentamos la cruz en esa colina de pasto verde que habíamos recrecido artificialmente mirando hacia Municipalidad. El trabajo de izado de la cruz fue digno de los romanos, con la atenta mirada desde el balcón de Goebbels y Calloni, yo me sentía que estaba levantando mi propia cruz. En la oficina los muchachos me cargaban, me decían que había hecho la cruz a mi medida, que si no salía bien, me crucificaban. El día de la inauguración , 25 de mayo, fiesta patria, me sentía tan mal que no pude ir, cobardía, quizá, falta de sentido del humor, también . Lo cierto es que me la pasé en cama todo el día. Al lunes siguiente llego a Obras públicas y me llaman por el interno desde intendencia, era el propio Calloni. Subí como quien arrastra una piedra enorme esas escalinatas de mármol hasta el despacho del intendente. El edecán me acompañó nuevamente, abre la puerta y Calloni me espeta: ¡Todo un éxito!, ¿ porqué no vino? ¡Se cagó eh! y soltó una alcohólica carcajada.

- Gargiulo, como ha sido un éxito la obra por los caídos, ahora si con más tiempo podemos hacer una réplica del monumento para poner en cada cabecera de partido. Yo entusiasmado o delirando ya, porque había aceptado un whisky que me había servido el Coronel, le doy una nueva idea brillante ¿ y si hacemos unas réplicas de escritorio para todos los jefes de departamento de la Municipalidad, con unos llaveritos a juego para los empleados?

-¡Maravilloso Gargiulo, queda en sus manos !

Apuré el whisky y volví a la oficina, allí me esperaban pilas de expedientes de inspecciones de escuelas que sobrevivían en la miseria sin agua potable ni desagües. Faltaba poco ya para las elecciones, que serían en octubre. Cuando llegó julio, hubo unas movilizaciones de maestros y empleados municipales que reclamábamos mejoras salariales y efectivización de los empleados interinos, especialmente los que llevaban muchos años en precario. Las movilizaciones llegaron al interior de la municipalidad y me encontraron entre los "sediciosos alborotadores".

A la mañana siguiente, voy a mi oficina y me llama por interno Goebbels-Masjuán, entro a su despacho, me indica un asiento y me extiende un conjunto de fotografías en blanco y negro donde aparezco entre la multitud. -Este es usted ¿no?. -Pues si que he salido bien, le contesto.

-¡Vaya a su oficina y recoja sus cosas por aquí no queremos subversivos!

-Pues lo haré si me lo comunica por escrito, dije envalentonado y cabreado.

A la tarde estaba en casa el telegrama de despido.


1/12/20

La canchita

 


Todas las tardes después de los deberes, jugábamos, en la calle o en casa de Alberto, que siempre estaba abierta, un partidito en el jardín de su casa, los chicos del barrio corríamos detrás de una pelota ajada con el cuero pelado. Pero hacia 1967 el jardín se nos quedaba chico, además las plantas siempre eran las damnificadas por nuestras gambetas  y pelotazos, el pasto pelado mostraba sus calvicies polvorientas. Ese año estaba siendo apoteósico, la Copa Libertadores y luego el Mundial Interclubes que ganaría Racing, en nuestros corazones sentíamos un impulso irrefrenable de emular a los grandes. Seguíamos los partidos por la radio, atesorábamos amuletos y álbumes de figuritas con los jugadores de la época.

Una tarde con todo nuestro entusiasmo de primavera, nos juntamos varios y asaltamos el Club Norte, que tenía una canchita de “papi fútbol” de ensueño, arcos con red y todo, un suelo de cemento verde con las líneas pintaditas en blanco, como dios manda. Nos colamos  cuando las chicas hacían gimnasia en el piso de arriba. Pero la cosa duró poco, el portero del establecimiento se dio cuenta y nos mandó a mudar.

-Mocosos este club es para los socios, no para cualquiera . Nos espetó.

-Si no tienen carnet no entran.  Mostrando la hilacha elitista de una clase media de la que para más inri formábamos parte.

¿Y ahora que hacemos?  me dijo Alberto, mientras caminábamos por la calle junto al terreno baldío de al lado.

-Hagamos nuestra propia canchita. Le dije subiendo la apuesta, con una seguridad que me la daba la pasión por jugar.

-¿y dónde?

Levanté la vista y extendiéndola por todo el terreno baldío que limitaba con el club le dije: -¡Aquí!, aquí mismo.

-¿Aquí, pero no vés como está esto de yuyos, cascotes y basura?

-Si, pero aquí es el lugar, justo al lado del club y de frente a nuestra calle, los partidos se verán desde todo el barrio.

Entonces nos juntamos con herramientas, palas picos, carretillas que nos prestaron los vecinos o las que había en nuestras casas. Así  los pibes del barrio en un par de tardes preparamos la canchita. Las madres nos ayudaban, traían meriendas y refrigerios y nosotros cavábamos, picábamos trasportábamos, desmalezábamos bajo el sol de octubre. La tarde que íbamos a estrenarla apareció el padre de Danielito, que era carpintero, con dos arcos de madera, que colocamos enterrando los postes y calzándolos con cascotes. 

Ya teníamos la canchita soñada.

A ocho cuadras más o menos empezaba la villa del cementerio de Olivos. Algunas veces me adentraba por O´Higgins hacia el cementerio, donde estaba la única bicicletería, en busca de repuestos para la bicicleta. Alguna gente de nuestro barrio nos inculcaba temor hacia los villeros, mostrando su clasismo.  Sin embargo mucha de las personas que trabajaban en el barrio provenían de allí y mi madre que había tenido consulta odontológica era muy respetada por la comunidad villera, porque atendía sin cobrar o le pagaban con huevos, gallinas, verduras.

Esa semana  jugamos en la canchita nueva partidos y partidos hasta caer extenuados. La novedad en el barrio se fue extendiendo hasta que un sábado por la tarde nos encontramos una multitud de chicos y grandes jugando en la canchita.

Íbamos nosotros con la pelota bajo el brazo, y nos encontramos a las personas de la villa ocupándola, los mirábamos con la boca abierta, nos acercamos a ver el partido y vimos a muchachitos con alpargatas o casi descalzos jugando, haciendo maravillas con la pelota, en un ambiente de increíble felicidad. Justo, justo al lado del Club Norte, del cual si no pagabas, no eras socio y no jugabas.

Algunos vecinos se indignaron por la ocupación villera, pero nosotros sabíamos que habíamos hecho algo que era gratis para todos, algo que nos acercaba un poco más la felicidad de la vida. 

Un acto de justicia.

19/2/20

El Jacarandá





Hace casi 25 años mi padre comenzó a colaborar con la Sociedad de Fomento del Barrio, entre sus logros estuvo en conseguir un convenio con la empresa de recogida de basuras, para que entregase a dicha Sociedad una cantidad equis de árboles por cada tonelada de basura recogida, esos árboles servirían para repoblar calles y parques del ámbito barrial, bastante extenso por cierto.
En la acera donde vivía existía un alcorque vacío donde habían intentado prosperar alguna vez pequeños retoños de árboles que plantó la municipalidad. Junto al edificio había un Kiosco en la planta baja, que vendía sandwiches, bebidas  y golosinas a los paseantes, a los alumnos de las escuelas cercanas y los días de fútbol a los asistentes al partido en el Monumental.
El dueño del kiosco, conociendo la colaboración de mi padre en la Sociedad de Fomento, le pidió que porqué no plantaban un árbol así los que pasaban por su kiosco podrían comerse su sándwich o tomarse su bebida a gusto bajo la sombra de él.
Mi padre hizo alguna gestión y consiguió un hermoso jacarandá para ese lugar.
 A medida que transcurrieron los años el árbol creció tanto que sobrepaso la altura del edificio de tres plantas. Todas las primaveras hacia noviembre ofrecía su floración morada, que se repetía más modestamente en marzo, antes de entrar el otoño.
Hace más de 13 años mi padre enfermó de miastenia gravis y poco a poco su vida se fue haciendo más difícil. Conservaba la disciplina matutina de pasear por el balcón del frente de la casa, para hacer sus ejercicios, y en tiempo caluroso se sentaba a observar la vida de la calle. Siempre me contaba por Skype cuando florecía el jacarandá, seguía muy de cerca su evolución y crecimiento, las podas a las que le sometía la municipalidad, los retrasos en las flores o en las hojas, observaba las aves que allí se posaban, era su pequeño orgullo.
Hace un año y cuatro meses que  mi padre falleció, esa primavera hacia noviembre el jacarandá no floreció más, ni dio hojas.
Ayer me contó mi madre que una tormenta lo abatió, posiblemente estaba ya gravemente enfermo y la pudrición por hongos lo había atacado. El jacarandá cayó sobre la reja de la casa, provocando daños menores. Mi madre descubrió el hecho cuando escuchó a las motosierras municipales cortarlo en trocitos.  

Y como un signo, un saludo de despedida, unas ramitas cayeron sobre el balcón, justo dónde mi padre se sentaba a observarlo.

!9 de febrero 2020